El diseño que el presidente Sánchez hizo del Gobierno fue una decisión tranquilizadora para la economía, tanto para las empresas como para los acreedores de España que forman los mercados financieros: la responsable de la oficina presupuestaria de Bruselas, defensora a ultranza del rigor presupuestario y funcionaria bregada en la maquinaria comunitaria, dirigiría los destinos de la economía sin otra jerarquía a la que reportar que el propio presidente.
Incluso queda en sus manos la Comisión Delegada del Gobierno para Asuntos Económicos, esa especie de consejo de ministros económico que tiene que santificar todas y cada una de las decisiones que afecten a la actividad económica. Los primeros anuncios sobre la materia fueron más contradictorios: mantenimiento de la estabilidad presupuestaria con algunas decisiones quizás apresuradas que afectaban al gasto, y también a los ingresos, pero sin concreción; eliminación de los peajes de las autopistas que venzan, con relicitación de las nacionalizadas de última generación; correcciones de la reforma laboral, pero admitiendo su dificultad para ejecutarlas para no poner en riesgo la creación de empleo; giro radical en el mix de generación energética, sin clarificar remuneración.
Pero aún faltan las decisiones reales, que parece que afectarán más a los ingresos y gastos públicos que a la normativa laboral, que es en parte responsable del desempeño que muestra el empleo, y que al Gobierno no le interesa en absoluto poner en riesgo de quiebra. Recuerden: si el objetivo de Rajoy era presentar una tarjeta de veinte millones de empleos en 2020, a quien mejor le va hacerla suya es a Sánchez, al menos si logra llevar la legislatura a término.
Y es precisamente en las decisiones que afectan a los ingresos y los gastos públicos donde está la verdadera dificultad para el Gobierno, porque son las que conforman por encima de cualquiera otra consideración la confianza en quienes financian a la que es una de las economías más endeudadas del mundo, tanto por sus pasivos privados como públicos.
Desde estas páginas hemos defendido siempre que los impuestos deben ser los más bajos posibles para hacer compatible el sostenimiento del estado de bienestar y en el peor de los casos la neutralidad con la actividad económica. Pero también hemos advertido de la necesidad inexcusable de elevar los impuestos en los próximos años si se quiere hacer frente a la avalancha de gasto que se viene encima, especialmente el necesario para mantener un sistema de pensiones público, así como el sobrecoste que en la sanidad generará el envejecimiento, o el necesario para intensificar la formación en España en la era digital, y todo ello sin considerar que en ayudas a la familia o en vivienda los estándares de gasto siguen alejados de la Unión Europea.
La inminente demanda de recursos de la Seguridad Social (tiene un déficit de 20.000 millones que no deja de crecer) ya ha provocado una búsqueda coyuntural de ingresos por parte del Gobierno, (destopar las bases máximas de cotización y quizás forzar a los autónomos a pagar por ingresos reales) que en absoluto solucionará todo el problema ni mucho menos por todo el tiempo. Es el problema financiero más urgente y el que precisa de mayor imaginación y consenso político para disponer de una solución eficiente que dé garantías a los pensionistas de hoy, mañana y pasado mañana sobre su renta de retiro. Pero no habrá tal acuerdo porque si no fue posible hasta ahora por la fragmentación política y las posiciones enconadas de los grandes partidos, ahora lo es menos. Habrá que esperar a la próxima legislatura.
Las intenciones sobre la búsqueda de recursos adicionales escuchadas hasta ahora, que pretenden elevar en 15.000 millones de euros los ingresos públicos, tienen la dificultad de que precisan de acuerdos parlamentarios para su aplicación que son de complicada composición, aunque por su naturaleza (probable subida del IRPF a rentas elevadas, recorte de bonificaciones en Sociedades o incluso crear un tipo mínimo del impuesto en el 15%, impuesto a la banca, tasas a las tecnológicas o destope de las bases máximas de cotización) no afectarían, aparentemente, a la recomposición electoral que en paralelo busca el Gobierno para el Partido Socialista. Lo desconocido hasta ahora es para qué se buscan tales recursos, más allá del abono del déficit de las pensiones, aunque la sospecha generalizada en círculos políticos y económicos es que se trata de elevar el gasto de carácter social para influir en el ánimo electoral de la sociedad.
La única pista la ha proporcionado una inquietante declaración de la ministra de Economía en Bruselas, en su estreno en el Ecofin, en la que admitía que el “déficit fiscal estará este año por debajo del 3%”, inesquivable para abandonar el protocolo de déficit excesivo pero que no evita la vigilancia comunitaria, cuando el compromiso del Programa de Estabilidad es del 2,2%, aunque las dudas sobre su cumplimiento se hayan desatado por la subida adicional de las pensiones hasta el 1,6% este año, recogida en el Presupuesto en los trámites de última hora.
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