El presidente tuvo algunos mensajes a los empresarios. Les pidió que se impliquen en la apuesta por la educación y la ciencia, uno de los temas que sí les interesan, y más en concreto con la reforma de la formación profesional. Se refirió a la rectificación de la reforma laboral solo en un punto: el abuso de las subcontrataciones. Y se extendió en la idea de que no estamos abocados a un modelo laboral precario: dijo que la economía digital tiene que ser compatible con la dignidad en el empleo, la productividad con la conciliación entre vida laboral y familiar, el crecimiento económico con el cuidado del medio ambiente. En un mensaje que parecía dirigido especialmente a las compañías de internet y plataformas de servicios, les reprochó la ingeniería fiscal, la desprotección de la creación cultural, la inseguridad de los riders, su impacto en la burbuja de los alquileres.
En junio, los empresarios habían recibido sin recelo al nuevo Gobierno. Sus primeros nombramientos (con personalidades de peso como Josep Borrell o Nadia Calviño, ninguna silla para Podemos) parecían alejar el temor a políticas heterodoxas. En los últimos días, el desgaste por las ruidosas polémicas sobre másteres y tesis se observa sin demasiada alarma (sí la hay por el desprestigio de la universidad), aunque se preferiría un terreno de juego político menos enfangado en el que fueran posibles los pactos de Estado, hoy muy lejanos.
Pero hay más desconcierto por los anuncios y rectificaciones que se han sucedido en el terreno fiscal. Se anunciaba primero un impuesto a la banca, contra el que advirtieron los ejecutivos del sector en su desfile por una comisión del Congreso, y que ahora se ha caído de la agenda. Luego se habló de una tasa a las transacciones financieras, la tasa Tobin, que tiene sentido para frenar la especulación, pero es compleja y requiere una ley específica. En Europa ese debate lleva años encallado. Francia abrió en solitario el camino que podría seguir España.
Ahora se espera una tasa a las grandes empresas tecnológicas, algo en lo que ya trabajó el ministro Román Escolano con Rajoy, aunque no se conoce ningún detalle. Sánchez sugirió que eso se hará «junto a nuestros socios» de la UE. Y sí, también está ese asunto en la agenda europea, pero allí la rechazan los países como Irlanda, que se llevan la mayor parte del pastel tecnológico aprovechando su benigna fiscalidad.
Así que queda, como medida de aplicación más inmediata, subir el IRPF a los contribuyentes de mayores rentas (pocas decenas de miles por encima de 140.000 o 150.000 euros al año), como exige Podemos, a pesar de que Sánchez dice ser consciente de que los verdaderos ricos no pagan ese impuesto. Esa medida en sí sola nunca aportaría recursos para todo el aumento del gasto que se está anunciando. La otra que se ha barajado es fijar un mínimo del 15% efectivo para el Impuesto de Sociedades; sobre eso faltan detalles que interesan mucho a las empresas. Esa medida no afectará, como se llegó a temer, a los dividendos de filiales extranjeras, lo que chocaría con los convenios de doble imposición.
Los empresarios no suelen querer significarse en política. Alguno ya levanta la voz. Francisco González, el presidente de BBVA, no estaba presente en el acto en Madrid (representaba a la entidad el consejero ejecutivo, José Manuel González-Páramo), pero todo el mundo se fijó en su contundente mensaje desde Singapur: «En una etapa de desaceleración creciente hace falta una política económica bien planteada, y esa política económica normalmente no debería pasar por una expansión del gasto público ni por una subida de impuestos». Algo parecido opinan algunos de sus colegas del Ibex.
Cada sector tiene su motivo de inquietud. Si la banca es beligerante contra el impuesto que pueda imponerse a su negocio, el automóvil acusa ya los efectos (en forma de coches que no se venden) de los mensajes sobre la fiscalidad del diésel, y las eléctricas esperan con ansiedad el paquete de medidas sobre el precio de la luz que llevará Teresa Ribera esta semana al Parlamento, y las posteriores normas sobre la lucha contra el cambio climático. El ritmo de abandono del carbón, por ejemplo, preocupa incluso a las empresas energéticas más dispuestas a dar ese paso.
Otros problemas, como el agujero de las pensiones, están en mente de todos. Sánchez dijo que “es posible tener una Seguridad Social con superávit y unas pensiones dignas conforme al IPC”; lo primero solo sería posible incorporando al sistema muchos más ingresos, vía impuestos y no cotizaciones por lo que se sugiere.
Por lo general, la gran empresa no culpa al Gobierno del freno en la actividad económica: estaba ya en las previsiones del equipo de Rajoy, y responde sobre todo al entorno exterior (el petróleo, menor demanda en la UE, recuperación de otros destinos turísticos, retirada gradual de estímulos del BCE…). El temor es que la desaceleración se acelere, perdonarán la paradoja, y al Gobierno le coja con el pie cambiado, metido en políticas expansivas de gastos e ingresos. No es el escenario central, pero hace diez años aprendimos que las cosas pueden empeorar abruptamente. Claro que cabe la posibilidad de que las políticas expansivas no lo sean tanto, que la fragilidad de los apoyos parlamentarios impida ir muy lejos; también cabe un bloqueo que lleve a elecciones más pronto o más tarde con los Presupuestos de 2018 (los últimos de Montoro) prorrogados y ningún cambio fiscal relevante.
Sánchez apeló al espíritu de la Transición para lograr los acuerdos precisos en el Parlamento y sacar adelante sus objetivos. Quiso transmitir certidumbres, la primera la de que tiene un proyecto a largo plazo y no está improvisando. «Las empresas conocen en valor de la confianza», fue de sus pocos guiños directos a los ejecutivos. Quería tranquilizar a las empresas, pero seguramente sea consciente de que a las gentes del dinero solo les tranquilizará lo que lean, o lo que no lleguen a leer, en el BOE.
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