Joe Biden ha llegado al poder con la lección bien aprendida. Barack Obama pecó de cierta prudencia al diseñar su programa de ayudas para mitigar la Gran Recesión de 2008 —aunque ya le habría gustado a Europa—, y quien fuera su vicepresidente no quiere escatimar ni un dólar en el año clave de la recuperación pospandemia. “Histórico” es un adjetivo manoseado, demasiado manido en la era de la hipérbole constante, pero la potencia de fuego de su plan de estímulo —1,9 billones de dólares, casi el 40% del presupuesto federal y alrededor del 9% del PIB estadounidense— no deja mucha escapatoria.
La grandilocuencia parece justificada: la única comparación posible es con el New Deal de Franklin D. Roosevelt, diseñado para sacar a la economía del laberinto de la Gran Depresión. Casi un siglo después y con la deuda pública en máximos, otro demócrata quiere pasar a la historia como el presidente que sacó a la economía de una recesión de dimensiones bíblicas. La reciente revisión al alza de las proyecciones económicas de los principales organismos internacionales, y de la Reserva Federal, apuestan porque lo conseguirá: EE UU crecerá este año un punto porcentual más que la media mundial y se recuperará con creces del hundimiento de 2020.
El equipo económico de la Casa Blanca, con Janet Yellen al frente, va con todo: cheques de 1.400 dólares (casi 1.200 euros) a los estadounidenses de menos recursos; un bono de 300 dólares semanales en el subsidio de desempleo; generosas deducciones fiscales por hijo; ayudas a pymes y una plétora de salvavidas en efectivo, directos a la cartera del consumidor. De eso se trata, al fin y al cabo: de reactivar una economía todavía baqueteada por un virus que ha paralizado el sector servicios —mayoritario en la economía estadounidense— y que ha dejado un sinfín de cicatrices de Maine a California; de Dakota del Norte a Texas.
“Simplemente no hay precedentes de un paquete fiscal de este tamaño”, subraya por teléfono Leticia Arroyo, profesora de Economía de la City University de Nueva York (CUNY). Una afirmación contundente que sustenta con datos: el aumento del gasto público rondará el 5% este año y el 2,2% el que viene, tanto como el New Deal en sus dos primeros ejercicios y casi el doble que el Recovery Act, el extintor con el que la Administración de Obama trató de mitigar el incendio económico causado por el estallido financiero de las hipotecas subprime. Por segunda vez en poco más de una década —tercera, si se tienen en cuenta los cheques lanzados por la Administración de Trump a las familias durante el confinamiento—, los poderes públicos estadounidenses salen al paso de la crisis con más vigor y decisión que sus pares europeos. EE UU, en fin, vuelve a demostrar que tiene bien aprendida la lección keynesiana.
La envergadura del plan, ya validado por el Congreso y que goza del respaldo casi unánime de la población (un 70% de apoyo), es colosal se mire por donde se mire. No hay sector que desdeñe: ayudas a tribus y comunidades nativas, hospitales rurales, servicios de salud mental; comidas para escolares, préstamos a agricultores, cartillas de alimentos subvencionados e incluso para el Servicio de Pesca y Fauna, sin olvidar las copiosas ayudas a las aerolíneas tras un año de parón. Siempre, eso sí, pensando en el corto o —a lo sumo— medio plazo: las medidas de urgencia prevalecen sobre las de largo aliento en un programa que tiene vocación de puente. Para ayudar a las familias a superar las turbulentas aguas de una crisis que ha dejado a muchos literalmente sin ningún ingreso. Y para que la economía pueda volver a caminar sin las muletas del Gobierno y la Fed.
Hay varios termómetros que permiten dimensionar lo que está en marcha. Pero, datos al margen, quizá el mejor de todos es escuchar a economistas nada sospechosos de ortodoxia, como el exjefe de análisis del FMI Olivier Blanchard, que en las últimas semanas ha alertado de un riesgo real de recalentamiento de la economía. Él, que una y otra vez ha pedido, más madera para evitar que la crisis mute en algo mucho peor. “Es mejor pecar de más que de menos”, ha repetido en diversos foros, “pero creo que este paquete es demasiado grande”.
Una opinión que comparte Jordi Galí, ex del MIT hoy en la Pompeu Fabra, que considera que podría haberse limitado a acelerar la campaña de vacunación (100 millones de inmunizados en poco más de dos meses, a un ritmo de 2,5 millones al día: aquí también, ya quisiera Europa) y al reemplazo de las rentas perdidas por los hogares. “En la medida en que una parte de la población gaste este regalo, puede haber un exceso de demanda que dispare la inflación”, desliza. Esa posible reentré inflacionaria tras años de atonía —cuando no directamente de deflación— es la comidilla de estos días en todos los círculos económicos.
Riesgo y virtud están a un paso. Un plan de reactivación como este necesita que el dinero transferido se consuma y no se ahorre: el gasto privado es, ya se sabe, la gasolina de mayor octanaje para la economía de mercado por excelencia. “Es la clave que vamos a tener que ir observando en los próximos meses”, desliza Arroyo. Y hay, dice, algunos motivos para el optimismo. Primero, la reapertura de varios sectores (ocio, restauración, turismo) al calor de la vacuna, que abre el abanico de opciones. Segundo, que los fondos irán mayoritariamente a parar a los bolsillos de las clases medias y populares, y la probabilidad de que esos hogares gasten cada dólar adicional ingresado es mucho mayor. “El dinero llegará al sector privado mucho más rápido [que en anteriores planes de estímulo]”, enfatiza Bill Dupor, economista de la Reserva Federal de San Francisco, por correo electrónico.
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